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Introducción: experiencia

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grupo Bogotá  
Tanto las vanguardias pedagógicas como las vanguardias artísticas señalaron la experiencia como su problema central. Éste es tal vez su espacio de encuentro más específico y profundo de investigación, y, por eso mismo, el más fructífero y exigente.

En efecto, pocas cosas tan difíciles como definir el término experiencia; adicionalmente, diferentes autores con muy sólidos argumentos han señalado desde hace más de un siglo la “pérdida de la experiencia” como uno de los fenómenos más característicos de la vida actual, incluso si se reconoce –es el caso de Benjamin- que esta pérdida podría significar el deslizamiento hacia otras formas de experiencia igualmente legítimas. En este contexto es necesario acotar algunos puntos de referencia, empezando por la sugerencia de Dewey de concentrarse en la perspectiva de la experiencia en relación con la educación en general y la educación artística en particular.

La experiencia está detrás de los diferentes lenguajes y disciplinas, define una condición integral que atraviesa las diferencias superficiales. “Artístico”, “artista”, son palabras genéricas que remiten a un lenguaje y un talante común, a una manera de ser en el mundo, a una forma particular de construir conocimiento, a un tipo de sensibilidad e, incluso, a una ética común (una ética de las percepciones, podríamos decir).

La investigación sobre nuestra experiencia no se alimenta solamente de referentes teóricos, sino de los registros de las prácticas vividas por los docentes y estudiantes que hacen parte de nuestras comunidades.

“La concepción de las prácticas artísticas no debe limitarse a sus acciones y sus objetos (dibujar, cantar, pinturas, bailes…), sino considerarse como una experiencia, lo que convoca, por un lado, la reflexión sobre su condición en el contexto contemporáneo y, por otro, señala un campo de acción mucho más amplio que el de la producción de obras, de manera que puedan reconocerse sus aspectos integrales (conciencia corporal, memoria, cultura), y la renovación del enfoque convencional debe necesariamente inscribirse en un pensamiento histórico.

La experiencia específicamente artística convoca un diálogo con lo real a partir del reconocimiento de aquello que tenemos en común con el mundo: la materia, la estructura, la dimensión temporal; ese diálogo no puede tener un fin externo a sí mismo, no debería ser sometido a propósitos utilitarios. (…)

También es importante recordar que, desde esta perspectiva integral, las acciones en el campo de la educación artística no se deben reducir a las clases de artes (que tienen que existir en más cantidad y con mayor calidad cada vez), pues la vivencia del cuerpo, de la memoria, de la identidad… son reconocibles en toda actividad escolar, sea cual sea su objeto de estudio. El profesorado de arte debe ser el principal militante por el diálogo que abre las vías del conocimiento colectivamente construido. Su particular disposición le hace ser el eje potencialmente articulador de toda la experiencia escolar.

La educación artística hoy es tal vez el único sector de la educación que permite plantear la integralidad de la experiencia del educando como una condición de la construcción de saberes. Probablemente una reflexión metodológica sea el camino acertado para lograr una educación integral. Una educación en la cual su cuerpo, su memoria, sus acciones y decisiones, incluso su nacionalidad sea relevante. Hacemos arte para situarnos en el mundo, no para evadirlo.”

(Unidad de Arte y Educación, 2005, 10-11)

Pensar la experiencia tiene la dificultad de que se hace parte de ella, lo que supone reconocerse como partícipes de procesos individuales y colectivos, de corta y larga duración y entender que las transformaciones movilizan a sujetos y objetos sin distinción, razón por la cual teoría y práctica no se disocian. Desde la observación del lugar de las labores cotidianas y su registro, sus

 

 

 

referentes particulares, sus posibilidades de diálogo con otras experiencias, hasta su conversión en objeto de investigación, acciones cercanas a nuestras prácticas contribuyen a la construcción de procesos que activan, recuperan y transforman la memoria como práctica constitutiva de la experiencia. Estos procesos reciben un fuerte apoyo de la creación artística y la conciencia que propician, produce, a la larga, transformaciones del propio quehacer.

La experiencia es algo que se gana, que se acumula, incluso contra nuestra voluntad, y se gana precisamente en el tiempo. Para pensar lo que es el tiempo de la experiencia, es necesario tener en cuenta dos aspectos: el tiempo vivenciado y el tiempo representado. Al pasar el tiempo y dejarnos la experiencia, la memoria humana registra imágenes, que permanecen en ella como huellas. Para Ricoeur estas huellas o “vestigia”, son cosas presentes que están impresas en el alma. Pero, Igualmente, estas imágenes se encuentran impresas de manera externa y constituyen lo que llamamos la memoria documental.

Nuestra tradición no es la de los detentadores del poder, como nos dice la Academia. Nuestra tradición es la que no ha dejado huella porque a los profesores se nos ha asignado un papel subordinado y nosotros lo hemos aceptado. Nuestras clases, nuestros diálogos, nuestras batallas en el aula desparecen tan pronto suena el timbre de final de clases; no dejan registro, porque el sistema nos ha impuesto una cultura de la programación que archiva, a cada comienzo de período escolar, los programas de lo que vamos a hacer, no la memoria de lo que realmente se hizo, que se olvida a la misma velocidad que se pierde la memoria de nuestras comunidades. Nuestra historia no es la de los discursos oficiales. La historia de nuestras escuelas sería la de la experiencia, que nadie parecería saber qué es, cómo se da cuenta de ella, ni dónde se encuentra.

En relación con la experiencia podemos pensar en esos signos sus como polvo que va cayendo lentamente y se va depositando en capas que solo pueden ser vistas cuando haya pasado suficiente tiempo como para que la capa sea bastante densa y por tanto visible. Decimos “el tiempo lo dirá” para referirnos precisamente a lo que no podemos identificar, pues no existe la distancia necesaria para identificarlo.

Se han desarrollado en los campos educativos teorías, discursos y estrategias como el llamado Diseño de experiencias, para quien le interese un proceso de diseño que desplaza su objeto de estudio del producto hacia el usuario. En él se busca propiciar momentos de reconocimiento de sujeto. Allí confluyen la historia que determina a cada quien (Zemelman) y las posibilidades de resignificación que ofrece la comprensión esperanzadora y potencial que surge del movimiento del pensar en sí mismo, por la construcción propia de un sujeto político (Arendt). En la unidad de Arte y Educación” hablamos de construcción de microhistorias para referirnos a las experiencias –muchas veces fundacionales- que permanecen al margen de las grandes historias oficiales, e incentivamos una cultura del registro. Estos y otros elementos similares invitan a establecer lo propio de cada sujeto, más allá de lo disciplinar, que se configura en el enfoque con que cada quien construye su realidad en relación con otros sujetos.

Reconociendo en lo empírico de la experiencia cotidiana nuestras propias estructuras, que dan cuenta de por qué enseñamos como enseñamos, avanzamos hacia un horizonte más amplio: ¿por qué pensamos y actuamos como lo hacemos? De aquí surge nuestra invitación al diálogo.

Texto elaborado por la Unidad de Arte y Educación con aportes iniciales de Marcela Garzón, Miguel Huertas, Mónica Romero, Patricia Triana, William Vásquez


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